Un hombre cuarentón sube agitado las escaleras. Cubre su cuerpo con un abrigo de paño azul oscuro, abotonado hasta el cuello, y su cabeza, con un sombrero tipo driver. Hace señas con la mano para que abra.
-¿A quién busca?- Indago
– Al abogado Velázquez –
– No está, digo en tono enérgico.
Da vuelta a sus pasos y baja rápidamente. Voy a la ventana que da a la calle. Lo veo con otros tres, parecen discutir. En el despacho, el jefe cómodamente sentado, con los pies sobre el escritorio leyendo un periódico. –Doctor- tres tipos lo buscan; están en la esquina. ¡Ismael, llame a Ismael ¡Rápido! Ismael, era, digo era, porque falleció, un tipo delgado, ágil, de pelo chuto, moreno, poco agraciado, dicharachero y servicial. Prestó sus servicios para las fuerzas de seguridad del estado; se las conocía todas. Entró presuroso a la oficina, y en segundos, el jefe se esfumó. Como si se lo hubiera tragado la tierra. ¡Un silencio sepulcral invadió el área! ¡Un aire extraño parecía atascarse en el pulmón!
Treinta minutos después, la puerta se abrió. Estaba pálido, como si una locomotora lo hubiera atropellado. Vi miedo en sus ojos, a pesar de que abogó por disimular al máximo. No entendía dónde se había metido. Como es que alguien aparece y desaparece porque sí.
Ismael, daba vueltas en círculo, y aquellos, nada que se largaban. El tiempo iba lento.
Nadie se percató de nada. Todo fue como un relámpago. Luz maría, servía tintos. El reloj marcó las 11 a.m. Y la hojarasca, al igual que Ismael, daba vueltas en círculo sobre el cesped verde.
“Bruja, fea y vieja” Así decía cada vez que la veía. Ni bruja, ni vieja. Es una mujer que sobrepasa los cincuenta, alegre y efusiva. Vive en un sector privilegiado de la ciudad. Su esposo, igual de jovial. Paisas los dos.
Tenía la mirada perdida, parecía loca. Eso pensé. Algo distraía su atención. Me quedé viéndola. De pronto, agarra presurosa la escalera acercándola a la ventana. Lo veo bajar por los peldaños de madera con la agilidad de un adolescente. Devoró a pasos agigantados el tapete de flores frescas, que lo separaba de la pared del vecino. Se adhirió a la misma con la agilidad de un felino, y en un abrir y cerrar de ojos, saltó la tapia de tres metros de altura, perdiéndose, como se pierde, la conciencia más allá del remordimiento. Quien lo creería. A sus años, imposible tal hazaña.
Al descolgar el auricular escuchó agitada la voz de su mujer: el vecino está en el jardín. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía? Con tranquilidad pasmosa respondió: Sea lo que sea, no olvide que, la justicia en este país es para los de ruana. Ayude al vecino, y aquí no pasó nada.
El primero en salir, el Doctor Cadena. Ostenta un cargo diplomático y un apellido de nombre y renombre. Muy emparentado con los hilos del poder. Los hombres se lanzan sobre él; unos segundos, y en últimas, lo dejan ir.
Se ubican en la esquina de la cuadra. Sentado sobre el andén, muy cerca, Ismael destapa una coca cola. Se hace el disimulado. Quiere oír, quiere saber. Se asemeja al típico perro fiel que no abandona a su amo. Es la 1.30 p.m., y el lujoso auto del Doctor Bermúdez se detiene justo en el frente del parqueadero de la casa de la “bruja fea y vieja” Se oye el ruido de la reja al subir. Quince minutos y nuevamente el ruido de la reja, y el auto lujoso se esfuma en el horizonte.
La respiración se agita, se escucha en el recinto el tic tac de mi corazón. Los veo regresar. Los miro subir lentamente; su ubicación, idéntica a la del sueño. La mujer estruja la puerta y pregunta por el Doctor. Le contesté: no está. Me miró con odio. Con ese odio que identifica a la gente mala. “La voy a empapelar” gritó. Fingí serenidad. Aunque en el fondo, sé lo peligrosos que son. Seres serviles, miserables, arrastrados a un estado corrupto y asesino. Gente sin alma con el ego en el techo. Exigieron entrar en la oficina cerrada. Pueden hacerlo, les dije en tono sarcástico. Un vistazo, y se largaron con una estela de decepción entre el rabo. Desde la ventada trasera se veía sobre el césped, una escalera de madera y una escoba vieja, muy vieja, cuyo servicio era barrer de manera interminable la hojarasca y bajar duraznos.
Una obra sin nombre, testigo mudo de aquella escena, reposaba sobre el escritorio. Cerré el libro y abandoné el recinto. Los días pasaron, y con ellos, muchas páginas. El silencio tenue y el jefe en la memoria.
Sigue…
*Imagen: Créditos a su creador.
Luz Marina Méndez Carrillo/14052022 Derechos de autor reservados.
Obra registrada en Cedro-España/ https://www.cedro.org/
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