En la maleta de mano que podía divisar desde su díscola posición, se miraba envuelto en un manto rojo, el libro sagrado. Ese que contenía la verdad de lo acontecido, la gota de sangre que vivifica la tierra, el faro luminoso que indica el enigmático sendero del alma humana, y que por interminables lunas, desde el inicio de su vida religiosa, lo acompañaba.
De pronto, un hilo tibio bajó por su mejilla. ¡Palideció! Extrajo del bolsillo de su camisa un paño blanco, que presuroso posó sobre sus fosas nasales. Se divisó incólume, como un copo de nieve. ¿De dónde proviene la gota de sangre que silenciosa se desliza por sus mejillas? Se indagó.
La angustia de su alma fue interrumpida por un chasquido de vidrios al caer. El espejo cóncavo de su cuarto se hallaba justo bajo sus pies. ¡Estaba intacto! El miedo, amo y señor de aquel momento. Este sentimiento se iba cristalizando con fuerza inusitada, hasta convertirse en una mezcla de sudor y sangre dentro y fuera de su cuerpo. En la vida religiosa, nada lo había hecho tambalear, como este instante que navegaba airoso, entre el fluido de sus venas y el ambiente tenebroso.
De pronto, un golpe en la puerta lo aventó a la realidad. Se incorporó del sillón, dirigiéndose presuroso a la puerta. Con el pomo entre sus manos, la halo con fuerza, quedando frente a frente, con el rostro del siniestro personaje, que meses antes, habitó la habitación veintidós, y el cual se suponía, no pernoctaba en ese lugar.
Ipso facto, llegó a su mente con meridiana claridad, la sensación que le produjo aquella conversación que tuviera con Carlota meses atrás, bajo los árboles frondosos que rodean la casona. “Lo miré acercarse lentamente a la habitación veintidós. Introdujo una llave en la ranura. No giró. Hace nuevo intento y no abre. Pasa a la puerta contigua que responde a su pedido, perdiéndose a través de ella. Siente temor, pues al verlo pasar por el pasillo, y a la luz de las farolas, no reflejo sombra alguna.”
Su cercanía le permitió sentir, el calor de su aura malévola, y ese algo que lo conecta directamente con las fuerzas oscuras del inframundo. Dos miradas de dimensiones distintas se cruzaron en la travesía de este mundo. La espiritualidad reflejada en bondad y humanidad y la maldad personificada, como si los dos estuviesen calibrando el peso de sus actos y liviandad de sus propias almas.
Disculpándose de haberse equivocado de habitación, el oscuro personaje, se deslizó como sapo asqueroso entre fango apestoso.
Aimar cerró la puerta y un aire liviano recorrió su espalda. Vuelto a la realidad que minutos antes lo tenía clavado de cuerpo y alma sin poder movilizarse, como si estuviese atado a una silla de ruedas. Toca por segundos sus manos, pies y rostro, acercándose temeroso al espejo cóncavo que adherido a la pared, parecía observar y engullir sus angustias, y a la vez, gozarse dicha escena.
Sobrepuesto de ese momento infernal, toma el libro sagrado, y en lo absorto del silencio, desliza de su propia alma, gota a gota, una gama de versos delirantes con olor a rosas.
¡Al Cristo de los dolores!
Con la garganta ajada
Y la mente seca
El corazón extendido
Y el alma hecha pedazos
La memoria y la fe
En la palma de mis manos
Inclino la rodilla
Y extiendo los brazos
Ante el sagrado madero
¡Oh luz del alma mía!
¡Cántaro de verdad!
¡Gota de rocío!
¡Aura de fuego!
Limpia mis entrañas
Quema mis males
Y sobre mis mejillas
La semilla cae
El viento acaricia
La primavera florece
Y la verdad se escribe
En el cielo y la tierra
Y el corazón palpita
Y la sangre fluye
Y los ojos lloran
Y la lágrima gime.
Luz Marina Méndez Carrillo/05/10/2020/ Derechos de autor reservados.
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