Como sombra se proyectaba sobre la loza fría, el antiguo campanario de la parroquia la Resurrección. Dicho monumento se mira resplandecer desde la planicie citadina. Su arquitectura lisa y simple la hace casi que imperceptible, salvo su atalaya de imitación colonial. Lo más llamativo y que perla mi mente de gratos recuerdos, es el atrio. Allí, en pasarela, uno a uno, actores desconocidos, ventilaron la genialidad de sus cualidades frente a un público que por su intelecto, no entendía lo que quisieron expresar. Este, envuelve en acto mágico la belleza grandiosa de mi gran ciudad. La “Atenas Suramericana.” En la cima de aquella montaña, muy cerca de la capilla de aquel azaroso lugar, se hallaba él, tendido en el pavimento, envuelto en sangre y aferrado a la última gota de vida. En esa trágica noche, la sirena aumentaba su clamor y el miedo aprisionaba las vísceras. La bóveda celeste cerró y un frío intenso quemó las mejillas. “No me dejen morir”Vociferó. El que acababa de proferir tal lamentación, era un hombre de cuyos dedos escapaba el último aliento de vida. Esa que por necedad se negó a vivir, y que hoy, se le iba, dejando a su paso un enjambre de hiel y recuerdos. No muy lejos de ahí, un perro aullaba en cámara lenta. Esos instantes tienen el extraño poder de atenazar el corazón y bifurcar el alma. Se siente, se presagia. Es todo y nada a la vez. Caminé en dirección a mi casa. Era de noche, el cielo tachonado de luceros explayaba en extraño ritual; el reloj marcó la una de la madrugada. Cinco horas pasaron y la dama de frondosa cabellera y delicada túnica, emprendió su paso llevando en sus arcas el triste lamento, ese cuya daga filuda y por amor, difumino en pedazos su corazón. Un día, una hora, una noche cualquiera, expiró y por siempre, ese corazón.
¡Vestigios de sangre con olor a hielo! ¡Vestigios de hielo con olor a sangre!
Era una sala pequeña, paredes blancas y un amplio ventanal cubierto por un velo traslúcido, ubicada en el segundo puso de una edificación, que quedaba a un costado de lo que hoy se conoce como la Hortúa, de esta ciudad capitalina.
Pasadas las diez de la noche, la puerta se cerró a nuestras espaldas y el aire denso presagió horas eternas. No entendía, pero estaba ahí, con los ojos cerrados, sin sangre en su rostro ni aire en los pulmones. ¡Pero qué va! Él no me inspiraba miedo, era mi sangre y le conocía. La causa de este, se miraba a escasos metros, subiendo la escalera. Un ataúd color caoba cuya tapa no ajustaba, exhibía el rostro misterioso de un hombre. La luz mortecina lo alumbraba de soslayo, haciendo el panorama más aterrador. De pronto, la tapa del ataúd, que minutos antes se miraba abierta, caía lentamente hasta quedar herméticamente sellada. ¡El pánico nos invadió!
El olor a flores se extendió por la habitación. La caja fúnebre adornada con grabados decorativos muy hermosos, contrastaba con la vida que llevó.
Por el cansancio, Laura, mi hermana, se recostó sobre una silla y quedó profundamenre dormida. Mientras... Mi alma agonizaba en el mar de la incertidumbre.
Los minutos pasaban, y el hielo que envolvia a los muertos, nos circundaba. Eran las dos de la madrugada, cuando divisé en la calle una figura masculina. Manos en los bolsillos, tenis color negro y un saco de lana gris. Un rostro de pocos amigos se reflejó bajo la luna llena, que a esa hora expandía sobe la tierra su divino resplandor. Cerca de su corazón, un arma blanca, que intensificaba el brillo bajo la luz del satélite. Con el cuarto en penumbra, me escondí tras el velo.
Paró justo debajo del ventanal. Observó a lado y lado y espero. El desasosiego me invadió. Imagine a una persona saliendo de su trabajo a esa hora de noche, víctima de ese rufián. Tan absorta estaba, que olvide, me hallaba en medio de dos ataúdes con sus muertos dentro.
Fue un halo de silencio y misterio interminable. De repente, a lo lejos, otra figura masculina que venía por la carrera. Al lado de ese sujeto, caminaba lento un perro negro. Tan negro, como el misterio de aquella noche triste.
Al llegar a la esquina, cruzó la calle y se acercó sigiloso al sujeto que esperaba. ¿Serán amigos? Me indagué. No les escuchaba, pero se miraban sus rostros afables. Viré adonde estaban los ataúdes y pensé: pase lo que pase, no puedo huir de este lugar. Estoy entre el misterio de la muerte, el peligro de la vida y el agitar perenne de mi alma inquieta.
Los minutos pasaron y el reloj marcó las tres de la madrugada. Recordé aquellas palabras un tanto misteriosas: “tres de la mañana, hora del demonio”. Y yo ahí, vigilante y temerosa, mirando pasar lentamente los hilos del tiempo. De pronto, escuché el sonido de un campanario. Oí pasos bajar por la escalera que estaba a mis espaldas. Quise moverme y no pude. Luego, un silencio total. Mis manos sudaban, mi cuerpo temblaba. Me habian advertido que estariamos solas en esa edificación.
El viento agitó y la basura que estaba a ras del piso sobre la calle, subió a un metro de altura. Los sujetos seguian atornillados al piso. E ipso facto, a lo lejos, un hombre alto, sombrero y abrigo negro colgado a su espalda, y en sus manos un gran collar que movía con frenesí. Dicho artefacto brillaba a la luz de la luna clara, emitiendo extraños y diminutos rayos de luz. Esperé el desenlace de aquella escena dantesca. Como oliendo sus pasos, un perro grande y negro venía jadeando. ¿A esa hora? ¿Qué era aquello? Cuando el perro se acercó al hombre, vi que este cruzó presuroso la vía y se abalanzó sobre los rufianes. Fue tal el susto que quede sentada sobre una silla muy cerca del ataúd, con mucho miedo y sin ganas de saber, el descenlace de aquella escena misteriosa y macabra.
Luz Marina Méndez Carrillo/06102018/Derechos de autor reservados
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