Los vasos con agua a la noche y al amanecer, durante siete días, purificaron su alma candente y cuerpo penitente.
Con la camándula entrecruzada entre sus dedos y la rodilla hincada, oró durante lunas, al Cristo de los Dolores.
¡Cada minuto, parecía responder al clamor de sus labios sellados!
Fueron instantes, minutos, horas y días, hasta que al fin, con la mirada sudorosa y palidez en el rostro, elevó sus palmas al firmamento:
¡Héme aquí!
¡Cristo de los dolores!
¡Luz del alma mía!
¡Ante ti y escondido de mí!
He pernoctado bajo la luz de la noche clara
Transmutando el lamento de mi alma ignota
Los latidos del corazón
Y el clamor del cuerpo a la razón
Más
Con el amor que por ti siento
Lo extiendo a tu sacra mirada
Ves el fluir de sus entrañas
El latido de su existencia
Y la piel incólume de su esencia
El silencio tomó forma en el espejo cóncavo del cuarto, difuminando en el aire, aureolas diminutas de vivos e intensos colores, en las cuatro esquinas del área circundante. Sus grandes ojos azules se tornaron grises, y exhausto, quedó dormido en el mullido sillón.
El viento cual diminuto espiral daba vueltas en derredor, quemando un tanto sus mejillas y batiendo su negra sotana. Su enrojecida mirada se transformó en cristalina, y la cima de la montaña se miraba extensa e irreconocible.
De un pequeño surco seco y ajado, brotó al instante, un chorro azul cristalino y bello, y diminutas florecitas que aparecían de pronto, formaron en su epicentro diminutos corazones, cerrando en círculo una extraña rosa negra.
Atónico observaba, casi sin respirar, hasta que al fin, a lo lejos, deliciosa melodía transformó para siempre el sentido de su razón.
El sonido clareaba. Y prístino como la luz solar, se hizo verdad en la esencia de su existencia.
Sentado sobre una piedra en forma de pez, metió sus dedos en el chorro azul que a su tacto, candente sentía, palpando con sus dedos, las florecitas cristalinas. Un extraño impulso lo obligó a tomar para sí, la extraña rosa negra. E ipso facto, brotó en ella, un hilo rojo como la sangre, que bajó presuroso y angustiante por sus dedos, y a caer, dio forma en el piso a un corazón partido en dos.
El impacto de esta escena lo sacudió, quedando despierto. Al abrir sus manos, guardaba dentro de ella, con fuerza inusitada, la Cruz del Nazareno, o Cristo de los dolores como le llamaba.
Quería oír y no oía
Quería ver y no veía
Más
La verdad en sus manos fluía
Y el amor de su corazón bullía.
*
A pocos metros y en la misma dirección, Carlota huía de sí misma. Había empacado sus maletas, dispuesta a abandonarlo todo. La culpabilidad se hacía manifiesta y quería alejarse de aquella zozobra que mantenía en vilo su existencia.
Al pasar por el pasillo, el cual se miraba largo e interminable, los espejos cóncavos a su paso, parecían moverse, siguiendo sus pasos y reclamando a su conciencia:
¡Detente!
Sostén la mirada
El llamado del corazón
Y el clamor a sus angustias
Si capaz eres
¡Vete!
Si no, regresa
Las aguas reclaman
Su cauce
Escaleras abajo y de forma inmisericorde, rodó, quedando tendida con sus brazos y piernas en forma de equis y una sonrisa burlona en sus labios. Bajo su hermosa cabellera, corriendo presurosas, gruesas gotas de sangre. Sangre de amor, sangre de vida.
¿Qué quiso decir el destino con esta dantesca escena?
* Imagen tomada de Visiones Aromatizadas de Añil.
Luz Marina Méndez Carrillo/08122019/Derechos de autor reservados.
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